dilluns, 28 de setembre del 2009

PIER PAOLO PASOLINI: EDIPO Y YO

PIER PAOLO PASOLINI: EDIPO Y YO
Entrevista realizada porLouis Valentin
Pier Paolo Pasolini nació en Bolonia hace cuarenta y siete años. Para el público italiano, tal vez ha merecido más que nadie el doble sobrenombre tradicional de su ciudad natal: “Bolonia la docta”, que hizo de él un universitario culto, y “Bolonia la roja”, que ve en él a un representante de la revolución. El escándalo parece ser la dimensión necesaria de este hombre sorprendente que se define a sí mismo como escritor–cineísta. Mientras algunos lo acusan de caer en la pornografía, la Oficina Católica Internacional de Cine (OCIC) le otorgó dos premios, el primero por El Evangelio según San Mateo y el segundo por Teorema. Por un voto estuvo a punto de obtener ese premio por tercera vez por Pajarracos y Pajaritos.
Desde entonces, Edipo Rey y, más recientemente, Porcile confirmaron la ambigüedad del personaje y de la obra: marxista convencido y cristiano “moderno”, Pasolini no teme ni la contradicción ni la paradoja. Utiliza la mitología, la Biblia, Sófocles, Eurípides, sin el menor complejo para hacer un camino peligroso jalonado de oprobios y de elogios. Si es capaz de vagar por los suburbios romanos para buscar nuevos talentos, también lo es para domesticar a María Callas, elegida para interpretar el papel de esa mujer bárbara y mortal que fue Medea. Es que no es precisamente una de las características menos importantes de este realizador adorado y odiado esa atracción por los desafíos difíciles.
Este hombre de múltiples rostros, cuya obra sacudió al cine contemporáneo, confiesa ingenuamente que tiene un solo ídolo: la verdad, cualesquiera sean las trampas que acechan a quienes tienen ese culto. El reportaje que sigue es una tentativa para esclarecer en algún grado un mito actual: el suyo.
—A menudo usted ha sido acusado de pornografía, ¿eso le irrita?
—Las personas que dicen que mis films son pornográficos resultan sospechosas. De todas maneras, no tengo nada contra los films pornográficos. Corresponden a una especie de subcultura, pero por eso no corresponde prohibir a los realizadores o a los productores de hacerlos, ya que eso sería represión. Puede ser que algún día, si son demasiado numerosos o están demasiado mal hechos, nadie vaya a verlos. Es la política de lo peor, de la saturación…
—Muchas veces se dijo que usted tenía tres “ídolos”: Cristo, Marx y Freud… ¿Qué piensa de eso?
—Esas no son sino fórmulas… De hecho, mi único ídolo es la realidad. Si elegí ser cineísta al mismo tiempo que escritor es porque, más que expresar esa realidad por medio de los símbolos que son las palabras, preferí el medio expresivo que es el cine, a fin de expresar la realidad por la realidad.
Juventud
–¿Podría usted, sin embargo, expresar con las palabras, y tal como la percibe subjetivamente, esa realidad constituida por la juventud actual y que parece apasionarlo?
–La juventud, o por lo menos cierta juventud que representa la mayoría, la masa gris de nuestra sociedad, ha perdido toda sed de cultura. Es ignorante y no quiere admitirlo. Lo que resulta peligroso es que ha hecho de su propia ignorancia una ideología, una barrera detrás de la cual se esconde entonando slogans. No hay más que un porcentaje mínimo de estudiantes que han leído a Proust, Sartre o Marcuse. La cultura ha llegado a su punto de saturación. Toda literatura es una literatura “de papá”. En esta sociedad, sólo la productividad tiene fuerza de ley, y toda productividad tiende a negar la cultura. Para producir no es necesario cultivarse. Los jóvenes que quieren entrar en ese mundo industrial y paleo–industrial siguen las líneas de fuerza impuestas por la tecnología y rechazan las artes, la literatura. Es ésa una ley mecánica, automática, a la cual la juventud adhiere, inconscientemente. Toda alteración, toda contestación, aún no violenta, no representa nada si se consideran el conjunto de la juventud y el número de los contestatarios. La rebelión es el producto de una pequeña élite. El conjunto no tiene más que una finalidad: la industrialización total, mundial. La juventud, al rechazar la sociedad pero rechazando al mismo tiempo toda cultura, a menudo no hace sino aceptar esta situación.
–¿Por qué ese rechazo a la cultura?
–Porque la cultura coincide con el padre, la madre, la Iglesia, con todos los tabúes familiares y sociales. Ha sido así en todos los tiempos. La juventud siempre ha renovado la cultura aparte de la del padre. Ella atacaba entonces al padre, lo que implicaba un sentimiento de angustia, un pregusto de muerte, un fabuloso masoquismo. Matar al padre, aún bajo esa forma, representa un masoquismo absoluto, una culpabilidad constante. La civilización era todavía agrícola, y el hombre no era este aprendiz de hechicero que iba a forjar su soledad al mecanizarse. Hoy, sólo una élite se atreve a atacar todavía la cultura de papá. Su sentimiento de muerte se ha decuplicado [sic] en este mundo bárbaro, hecho de ciudades–cárceles, auto–rutas implacables, de mal cine, de malos programas de televisión, de falsas o triviales informaciones. La técnica niega al arte. Debe ser servida; si no, se producen la angustia, la muerte. Se impone y aniquila todo sentimiento que no quiera servirla. Mata la humanidad, es decir, lo humano en el hombre.
Detenerse, rechazar, buscar, plantearse cuestiones, en una palabra, cultivarse, representa sentir tal tensión, una marcha tal contra la corriente, que sólo una élite (y mañana una super–élite) podrá todavía permitirse, aceptando la muerte, la presión social, abocarse al problema. Por eso la juventud se calla. Marcha con los ojos fijos sobre la estela que deja la máquina. Progresa al son de una marcha compuesta de mala música, visualizada por una televisión retrógrada, alentada por un cine que no tiene nombre y por una sexualidad anárquica. Eso no es ni música, ni arte, ni amor, sino un menjunje estéril que fuerza a la juventud a refugiarse en la productividad. He allí por qué la juventud se calla…, y sin embargo es ella quien escribe la historia.
–¿El amor podría mejorar esta penosa situación?
–La sociedad no quiere más amor. Lo rechaza, porque el amor se opone al trabajo y absorbe tiempo al tiempo para la producción. Había que ensuciar al amor, al amor propio, al auto–respeto. Pero, como contrapartida, el amor puede ser utilizado para expandir la productividad. ¿Se venden coches? ¡No! Se vende la representación de las parejas que se abrazan sobre los asientos. Eso es lo que muestran los afiches, lo que propone la publicidad. Una mujer desnuda sobre el capot de un coche, y el coche se comprará. ¿Color? Rojo. Nadie se acuerda más de la marca. En EE.UU., país técnicamente más avanzado, la juventud protesta contra la técnica por medio de la antitécnica. Y se produce el fenómeno hippie, los cabellos largos; la comunidad se puede convertir en concentracionaria, la cólera en flores, en no–violencia, en no–acción.
Pareja
–Entonces, ¿no es necesario revivir el amor? ¿No se podría tratar de sublimar la pareja?
–¿Para qué? Jamás he visto a la pareja tan triunfante, tan sublimada como hoy: “Ella” y “El”, por todas partes, la imagen de Epinal erigida en principio. Incluso cuando los movimientos estudiantiles, en París, Roma o Milán, jamás he visto en la calle tantos contestatarios besarse, a los hombres mostrar su amor por otros hombres y a las mujeres por otras mujeres. La juventud es profundamente moralista. Reproduce el moralismo del padre, de la sociedad. El eros liberado, hetero u homosexual, anárquico, libre, existe posiblemente en la alta burguesía, pero todavía no es sino una desviación hipócrita.
–Puesto que para usted la pareja no existe, ¿es preferible vivir solo o en grupo?
–Es una falsa alternativa. Esa es bien claramente una noción hipotética, arcaica, calcada sobre modelos antiguos. La soledad representa el ascetismo, la santidad. Y no es más que una manera de huir de la sociedad. Es una reacción feudal, egocéntrica, un miedo de afrontar el problema. Vivir en grupo es el suicidio, es a menudo la droga, especie de foso fáctico que uno instala entre sí mismo y el otro. Es otra soledad para reencontrar la soledad en la tumba, porque, en tanto que uno no está muerto, jamás está solo. Amar la droga es también rechazar la cultura. Una persona culta también podrá drogarse, pero lo hará por razones más plausibles, sea porque está enferma, sea porque tiene necesidad de ella para dar nueva agudeza a su espíritu. Los jóvenes lo hacen por automatismo, por autodestrucción y para inventar excusas a su subcultura.
Cocteau se drogaba, pero era por razones culturales. No creo que la capilla de Saint–Jean–Cap–Ferrat hubiera sido construida jamás si el no se hubiera drogado… Los jóvenes que se drogan nunca aman lo que tiene calidad. En el delirio del haschich o de la marihuana, enarbolan la mala pintura o el cine underground de segundo orden… El único consejo que puedo dar a la juventud es el de que se cultive; después, que se drogue, si todavía puede. No es vistiéndose como una rata de cueva de Saint Gérmain que uno se convierte en Sartre, ni drogándose se convierte en Aldous Huxley…
–Pero usted, ¿cómo era a esa edad? ¿Cuál fue su juventud?
–Explicarse, rehacer el mundo hablando de sí mismo, encontrar excusas mirando muy lejos por detrás del hombro, decir “yo he nacido”, “yo vivía”, conjugarse en pasado imperfecto… no puedo hacer eso. No tengo ni la fuerza física ni la fuerza moral necesarias. Sería necesario poder revivir cada segundo, volver a sentir las sensaciones de entonces. Las autobiografías son siempre falsas. Son o complacencia o suicidio. Las biografías contienen por lo menos una verdad: la apariencia que se ha querido dar a los demás.
–Sin embargo, usted dijo de su film Edipo Rey que era el más autobiográfico…
–Es exacto. La diferencia profunda entre Edipo y mis otras películas reside en que ésa es autobiográfica, mientras que las otras no lo eran o lo eran menos. Por lo menos, lo eran casi inconscientemente, indirectamente. En Edipo, yo contaba la historia de mi propio complejo de Edipo. El chico del prólogo soy yo, su padre es mi padre, veterano oficial de artillería, y la madre, una institutriz, es mi propia madre. Yo contaba mi vida; mitificada, sin duda, convertida en épica por la leyenda de Edipo. Pero, pese a ser el más autobiográfico de mis films, es el que considero con mayor objetividad y distanciamiento; porque si es cierto que contaba una experiencia personal, era una experiencia terminada y que prácticamente no me interesaba más. Pero me interesaba, por lo menos, como elemento de conocimiento, de reflexión. Ya no era una lucha ni un drama. Mientras en mis films precedentes afrontaba problemas siempre vivos para mí, allí trataba un tema alejado de mí.
–¿Qué elementos autobiográficos, qué recuerdos utilizó para ese film?
–En las primera imágenes se ve un prado, y ese prado corresponde netamente al lugar donde mi madre me mandaba de paseo cuando era niño. Ciertas vestimentas, como el vestido y el sombrero amarillo de la madre, las hice reproducir de viejas fotografías. Hay también un traje de oficial que es idéntico al de un oficial de la década del 30… Lo que me impresiona, también, era reencontrar la gran plaza de Bolonia, en la actualidad, colmada de gente, y sentirme allí como en un sueño…
Edipo
–¿Por qué en Edipo Rey usted mismo interpretó el papel del abuelo? Su réplica es la más larga de todo el film…
–Por dos razones. Ante todo, porque en el momento no encontré a nadie que fuera conveniente para el papel. Y después, porque esa frase es la primera del texto de Sófocles, y me gustaba ser yo mismo, como autor, quien introdujera a Sófocles en el interior de la película.
–Algunos críticos han hablado, a propósito de ese film, de “colores oníricos”. ¿Podría decirnos si usted sueña en colores o en blanco y negro?
–Sueño de las dos maneras. De todos modos, debo decir que no creo haber soñado jamás los colores que se ven en ese prólogo. Los sueños que he tenido… Por ejemplo, recuerdo un sueño de hace diez años, en que la explosión de un volcán ponía en fuga a una muchedumbre espantada… Mis sueños me han inspirado sobre todo los colores de los episodios de la peste y de los funerales. La idea de amortajar a los muertos con oropeles coloridos fui yo quien la tuvo, y es una idea que tiene los colores de mis sueños…
–¿Cuál es su definición del amor?
–Por falta de amor, las gentes mueren, se asfixian. Es la melancolía, la muerte. La sociedad lo siente, y es por eso que se tiende de tal modo a glorificar el amor. Es una de las claves de la productividad. Sin amor, el hombre no puede producir. Luego, todas las sociedades son sexualmente represivas, porque la energía que el hombre consume para hacer el amor escapa al provecho del capital. Toda sociedad es ante todo puritana, y es preciso no creer que vivimos un período de plena libertad sexual. Es ilusorio. El día que la sociedad haya realizado la industrialización completa, se verá nacer a un tipo de moralista absoluto, como a los de las sociedades más retrógradas. Si se han inventado las horas suplementarias, no es para impedir el amor, sino para canalizarlo a través de reglas sociales. El amor se transforma, entonces, en la recompensa por el trabajo proporcionado en beneficio de la industrialización.
–¿El amor se transformaría en el símbolo del fruto prohibido?
–La sociedad prohíbe conocer la potencia de nuestro amor y aplicarla de verdad. Enseña a los individuos a tener una falsa idea de sus propios deseos, de su propia libido. La sociedad quiere reafirmar en el hombre la falsa idea que tiene de su propio amor, como la que tiene en sí mismo.
–¿No piensa usted que el hombre busca por desesperación conocer sus límites sexuales?
–Si se quiere ir más allá de los límites sexuales, uno se pierde en el infinito. El más allá del amor es la locura. Felizmente, la economía sexual existe. Allí hay un mecanismo de bloqueo, de corrección. Eros se bloquea a sí mismo.
–¿Existe el amor sin relaciones sado–masoquistas?
–Es inconcebible. Pero, ¿quién comenzó? ¿Sade o Masoch? Es la historia del huevo y de la gallina. El equilibrio de esas dos fuerzas es la resultante del equilibrio humano.
–Al hacer sus películas, y especialmente Teorema, ¿tuvo usted la impresión de hacer una obra útil?
–En todo caso, no es mi finalidad. No quiero ser ni paternalista, ni pedagogo, ni propagandista, ni apostólico… Cuando una obra cultural se hace ciencia, ya no es más cultura. El psicoanálisis no es cultura, sino ciencia aplicada. Hacer estudios atómicos y construir la bomba H no es la misma cosa. Sólo la esencia de una obra es útil: he allí por qué toda obra auténtica antes que útil es terapéutica.
Sexualidad
–Usted decía, hace un rato, que la pareja no existe. Pero, fisiológicamente, ¿cómo es posible negar su existencia?
–No se puede, fisiológicamente, negar la cupla, el acoplamiento. Es como núcleo familiar que la pareja no existe más. El neo–capitalismo ya no necesita de la familia, como no necesita de la Iglesia. Si los conserva todavía, no es más que como supervivencias. La educación de los niños ya no depende de la familia, sino del grupo. Sí, vivimos el fin del mundo. El fundamento de la sociedad se ha desplazado. Ahora es la relación entre producir y consumir. ¿Por qué los jóvenes producen fugas? Conozco bien ese problema. Encontré cantidad de jóvenes escapados de sus casas. Los interrogué. La motivación es la misma que hace veinte años: miseria, desacuerdo entre los padres. En suma, razones clásicas, retardatarias, anárquicas, arcaicas, retrógradas. Pero ellos esconden, por falta de conocimiento, la verdadera razón detrás de las razones colocadas delante: libertad, búsqueda de lo absoluto, contestación. Conocí a un muchacho de veinte años que se había escapado de su casa. Escuché lo que habló. Le dije: “Te fugaste porque estabas enamorado de tu suegra y querías hacer el amor con ella”. Se derrumbó. Rehusó confesarlo. Decía que lo había hecho para venir a Roma a participar de la protesta estudiantil. Escondía su revolución freudiana detrás de una revolución social. Sin embargo, aparte de este aspecto, se había fugado por una razón más moderna, para insertarse en la vida del grupo y sufrir su educación. Había elegido otra familia. La familia había sido reemplazada por el grupo. El muchacho, para imponerse al grupo, protesta con y contra los otros. Hecho eso, aporta consigo todos los viejos hábitos: moralismo, utilitarismo. Ahora bien, para un verdadero revolucionario, nada es útil ni inútil. Sólo cuenta la acción. La utilidad es todavía una noción burguesa, y los cánones mismos de la utilidad son el moralismo, la hipocresía, la represión, la violencia. Todo acto sirve en sí mismo, en tanto que acto. Es autosuficiente. Es preciso actuar por instinto y cultura. La cultura se suma al instinto; es la cultura lo que nos diferencia del animal.
–¿Cuál es su posición respecto de la homosexualidad?
–Ya lo dije: la pareja considerada como núcleo familiar es una herejía, una alienación. Desde el momento en que la pareja es codificada, no puede menos que destruirse. Y bien, la sociedad rechaza lo que no está codificado y que podría poner en cuestión sus estatutos. La homosexualidad amenaza a la sociedad. Es inconcebible en todo organismo o comunidad aun muy libre. Traten solamente de imaginar la homosexualidad en la Fiat. ¿Por qué, desde el momento en que se acepta la noción de no–pareja, de no–familia, se rechazaría el amar al otro, de cualquier raza o sexo que se presente? La mujer siempre fue considerada como un ser inferior en la sociedad. Ella detenta su función social en el nacimiento: hace niños. Si los nazis no hubieran tenido necesidad de la mujer para cumplir esa función, si la sociedad hubiera estado completamente industrializada, es probable que hubieran encerrado en sus campos de concentración a los polacos, a los judíos, a los gitanos y a las mujeres. Habrían encerrado también a los homosexuales, puesto que son una amenaza en una sociedad moralista. Si no lo han hecho, es por una razón práctica: para construir niños; construirlos, no ponerlos en el mundo. La mujer existía en tanto que máquina. ¿Pero el homosexual socialmente improductivo? Su suerte es peor todavía que la de la mujer. Es un marginado y como tal sus reacciones pueden ser o aceptar el rechazo social y sufrir, o marchar contra la corriente y sufrir lo mismo. La normalidad y la anormalidad son también nociones burguesas. La única anormalidad que la sociedad capitalista tolera todavía es la mujer. La mujer busca y consigue raramente extraerse de su condición de excluida. Son raras las mujeres libres y que viven como el hombre. ¿Cuántas magistradas? ¿Cuántas directoras de teatro o de cine? La sociedad hace todo lo posible por impedir a la mujer liberarse, y si de pronto acepta dejarles el lugar de los hombres, ¿de qué hombres se trata y cómo están considerados? Basta con mirar los programas de televisión. ¿Pueden liberar a la mujer? La única libertad que se les concede es una libertad sexual que, de hecho, es lo contrario de una libertad y más bien se trata de una represión sádica. La serie de películas eróticas lo ilustra suficientemente. No sirven más que para entretener los instintos freudianos más bajos y, al mismo tiempo, para hacer prosperar la productividad con el envilecimiento, las horas suplementarias, el ahorro, etc. La mujer será la resultante de ese trabajo aplicado. Será el receptáculo de las necesidades creadas por la sociedad. Es por eso que yo trato y trataré siempre de idealizar a la mujer, a fin de convertirla en ella misma, sin ningún condicionamiento. Para mí, una mujer se debe a sí misma el ser liberada y pura, idealizada como lo es mi propia madre.
–¿Por qué eligió usted a la Callas para Medea?
–María Callas es una trágica extraordinaria. Es la única que podía expresar, aun sin actuar y sin decir un palabra, la catástrofe espiritual. Sabe mostrarse como una gran enamorada, una mujer violenta y atormentada, lo contrario de la mujer vencida. Es suficiente ver las mujeres en mis films, lo que ellas son más allá de las apariencias, para saber lo que soy yo, Pier Paolo Pasolini. No soy creyente, pero estoy muy cerca del mito del Evangelio. Si se entiende por eso un mito religioso en el sentido más amplio del término, el de la posibilidad de un diálogo entre marxistas y cristianos, yo estoy más cerca del mito edípico, es decir, del amor del hijo por la madre y del odio por el padre. Estoy más cerca, en la medida en que lo he sobrepasado, mientras que no he superado mi “pertenencia” a toda la mitología cristiana.
–¿Ama usted la vida?
–Amo la vida ferozmente; desesperadamente también. Y creo que esta ferocidad y esta desesperación no me llevarán sino a mi destrucción. Amo el sol, la vegetación, la juventud. Ha llegado a ser para mí un vicio más espantoso que la cocaína. Devoro mi existencia con un apetito sin límites. ¿Como terminará esto? No lo sé…
–¿Por qué sus películas son tan escandalosas?
–Porque yo soy escandaloso, como lo expliqué antes. Soy escandaloso en la medida en que tiendo una cuerda, un cordón umbilical, entre lo profano y lo sagrado.

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