Wu Ming
El viernes, en el bar Aurora, es el día de la «quiniela». En Bolonia, especialmente en el centro, hay bares a los que llegas, coges el boleto, te sientas a una mesa un poco apartada y comienzas a llenar las columnas con unos, equis y doses. En el nuestro eso no es posible, solo lo hacen los extraños, porque la quiniela es cosa de todos, es una ceremonia común, que para que salga bien requiere la suerte de muchos y la experiencia de unos pocos.
La suerte, ya se sabe, es algo que se puede tener o no tener, pero hay cosas que ayudan, como los que solo van al estadio con la corbata que llevaban cuando el Bolonia ganó al Inter. Y si les haces notar que en el último partido en casa la Roma nos metió dos goles como dos soles, te dicen que sin esa corbata habríamos encajado por lo menos el doble y no hay manera de hacerles cambiar de idea.
Pues del mismo modo, la Sisal* se rellena el viernes a la una en punto. Mientras nosotros la cumplimentamos, esos pocos a los que no les interesa pueden jugar al billar o estar de charla sin molestar, pero nadie debe jugar al tarocchino, al tres sietes o a la escoba, porque también estos son juegos en los que cuenta la suerte, y en el momento de la quiniela la buena estrella del bar Aurora no debe distraerse. Que es como decir que también en esto, nosotros los comunistas, somos contrarios a la propiedad privada.
—¿Tú qué dices, Melega, ponemos un dos al Triestina-Juve? —pregunta el Barón royendo el extremo del boli.
El experto hojea el cuaderno de apuntes, luego emite el veredicto:
—En la Juve es baja Hansen, que no es precisamente un paquete, y en el partido de ida en Trieste no ganó nadie. Para mí que empatan, como mucho un equis dos. El Barón se lo piensa un instante y luego baja la cabeza y anota.
Otros asienten y ponen una equis en el lugar correspondiente a ese partido. Walterún sigue indeciso. Pierre, apoyado en la barra, trata de hacer cuentas pues cada uno rellena su quiniela y pone lo que le da la real gana, pero la quiniela del bar, la común, porque si ganamos nos compramos un televisor, la hace él, después de que todos nos hemos puesto de acuerdo.
—¿Qué hago entonces, pongo equis?
—Sí, sí —le invita Stefanelli, el otro experto.
Y dado que nadie tiene nada que decir, se da el empate por bueno.
En el bar Aurora cualquier asunto tiene su experto. Para la quiniela futbolística hay incluso dos: Melega y Stefanelli. Se leen el Stadio todos los días y se apuntan las noticias importantes en un pequeño cuaderno, para estar seguros de no olvidar nada. Saben cuáles son los jugadores lesionados y los que están en mejor forma, conocen los resultados de los partidos de los últimos veinte años y te dicen si tal equipo hace mucho tiempo que no consigue ganar a tal otro. Normalmente están bastante de acuerdo, pero las veces que no coinciden es el cuento de nunca acabar. Y hace algunos meses ocurrió que casi nos liamos a tortas porque unos le daban la razón a uno y otros a otro. Capponi, para tranquilizar a todos, decidió jugar una columna más. Acertamos ocho, y gracias.
—¿Habéis terminado con esa dichosa quiniela? —pregunta la Gaggia mientras mete dentro la cabeza, con la mano aún en el tirador de la puerta.
—Nos faltan los partidos de segunda y de reserva. Melega, con los ojos en el cuaderno, rechaza la voz con un gesto.
—Pues venga, esos os los digo yo, porque si no no vais a poneros de acuerdo nunca. Me da el pálpito de que son dos unos.
—Pero vamos, Gaggia, ¿no tienes que arreglar el local? —protesta Botón, dado que la Gaggia los viernes no se deja ver nunca antes de las dos, y la excusa es que debe preparar los útiles y el trabajo de zapatero, pero en realidad el verdadero motivo es que el fútbol no le gusta, no entiende nada y no falta quien dice incluso que es porque trae mala suerte, que él vendría, pero que son los otros los que no lo quieren a él, y quizá las tres cosas tienen su punto de verdad.
—¡Apuesto a que no habéis abierto aún el periódico, so bestias!
—Una mirada alrededor, ninguna protesta, trata de continuar—:
Hay grandes novedades en el caso de la Montesi: han nombrado una comisión parlamentaria para investigar la moralidad de los diputados.
—Bueno, ¿y a qué viene ahora lo de la Montesi? —dice Garibaldi, después de haber despachado el Sanbenedettese-Arstaranto con una equis—. ¡Pero por qué no dejan en paz a esa pobre chica!
—Estoy de acuerdo —le sigue otro, pero no le da tiempo de explicarse cuando la Gaggia hace callar a todos con una mirada de impaciencia, como si fuésemos un rebaño de alumnos ignorantes.
—¿Que a qué viene? ¿Acaso me tomas el pelo? A esa chica parece que se la cargaron entre dos, a base de droga, y uno de ellos, Montagna, es un medio traficante gran amigo de políticos, y el otro, Piccioni, es el hijo del ministro democristiano. Y mira por dónde, la policía ha guardado sobre el asunto el más absoluto silencio desde el primer momento, intentando hacer creer que se había tratado de un accidente. Así que ahora se acabó, ha sido la gota que ha colmado el vaso y hay que hacer limpieza, es la hora de que todos los chanchullos de los políticos salgan a la luz.
La Gaggia se interrumpe con aire satisfecho, esperando que compartamos su entusiasmo. Pero somos muchos los que nos rascamos el cogote, hasta que Walterún dice:
—Yo no entiendo nada. Me parece todo un gran follón. ¿Quién ha matado a esa pobre chica?
—¿Me escuchas o no? ¡Fueron ellos, Montagna y Piccioni, le dieron droga para tirársela, y los capitostes de la DC trataron de ocultarlo todo, pero no lo han conseguido, y ahora veremos salir a la luz todos sus vicios juntos!
—Ah, ya sería hora —comenta Botón—. Y tú, Garibaldi, ¿qué dices de esa historia de la Montesi? ¿Crees que es el momento de ir por ellos?
El viejo Garibaldi ha dejado ya de lado la quiniela y está sentado a la mesa hojeando el periódico, como si la Montesi le importase un pito.
—Mientras vosotros armáis un pitote por cuatro ricos pervertidos, en el mundo pasan cosas importantes. Cosas que cambiarán la historia, y no como la Montesi esa.
—¿Qué ha pasado? —pregunta Pierre desde detrás de la barra.
—¡Pues ha pasado que Ho Chi Minh ha decidido mandar a casa a los franceses de una vez por todas!
—Pero ¿qué dices? —pregunta Botón incrédulo mientras se pone las gafas para leer los caracteres microscópicos del diario. Hasta los empedernidos aficionados a la quiniela levantan la cabeza de la mesa y escuchan curiosos, pues los viernes, a esa hora, todavía no ha leído nadie el periódico.
Garibaldi asiente seráfico:
—Sí, señor. Los vietnamitas han atacado el cuartel general de las fuerzas francesas.
Botón lee en voz alta:
—«El 10 de marzo tropas vietnamitas iniciaron el sitio del campamento atrincherado de Di ben…».
—Dien Bien Phu, ¡ignorante! Es donde los franceses han concentrado el ejército —lo corrige Garibaldi—. Esta vez los mandan a casa con el rabo entre las piernas, pues ese general Giap no es ningún tonto, sino un buen profesional de la guerra, un héroe del pueblo. Walterún sigue tratando de leer el artículo por encima del hombro de Botón, que espeta:
—Estos vietnamitas son pequeños, pero matones, ¿eh? Parecen no tener media hostia pero no les pisa nadie. ¡Valientes! El tranviario Lorini interviene para expresar su opinión, mientras paga el café:
—Pues precisamente por ser tan pequeños se cuelan por donde sea sin que te des cuenta. Mientras que los franceses, grandes y gordos, son un blanco fácil.
Garibaldi alza los ojos al cielo y menea la cabeza:
—Las chorradas que hay que oír. ¿Qué tendrá que ver la talla de los vietnamitas? —Luego, como si tuviera que explicarnos una lección de historia, dice—: Es que los franceses son todos mercenarios de la Legión Extranjera, gente que hace la guerra por dinero. Mientras que los vietnamitas luchan por su país, para liberarse del colonialismo, como aquí se ha luchado contra los alemanes. ¿Qué éramos, pequeños nosotros?
Pierre termina por poner las tacitas sobre el mostrador:
—Entonces, tomémonos este café a la salud del camarada Ho Chi Minh.
—¡A su salud! —dice Botón levantando la tacita.
—Si los comunistas vencen también allí —dice Garibaldi después de haber bebido—, habremos conquistado toda Asia. La Unión Soviética, China e Indochina.
Asentimos todos con énfasis.
—¿Y nosotros? —pregunta Walterún.
—Y nosotros después. ¡Una cosa detrás de otra, recórcholis! La seca respuesta de Botón cierra el paréntesis político. Los viernes no hay tema de conversación que dure, los americanos ya podrían lanzar la bomba atómica, que al cabo de un rato se volvería a hablar de fútbol.
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