Alberto
Montero Soler
Reproducido de Mientras Tanto
I
Pasan
los meses, se convierten en años y las posibilidades de que los países
periféricos de la Eurozona superen esta crisis por una vía que no sea una
solución de ruptura se alejan cada vez más del horizonte.
Frente
a quienes mantienen que existen vías de reforma capaces de enfrentar la actual
situación de deterioro económico y social, la realidad se empeña en demostrar
que la viabilidad de esas propuestas requiere de una condición previa
inexcusable: la modificación radical de la estructura institucional, de las
reglas de funcionamiento y de la línea ideológica que guía el funcionamiento de
la Eurozona.
El
problema de fondo es que ese marco resulta funcional y esencial para el proceso
de acumulación del gran capital europeo; pero, también, y es algo que debemos
mantener permanentemente presente, para que Alemania consolide tanto su papel
protagónico en Europa como al que aspira en la nueva geopolítica multipolar en
construcción. En este sentido, pueden plantearse al menos dos argumentos
básicos que refuerzan la tesis de la necesidad de la ruptura del marco
restrictivo impuesto por el euro si se desea abrir el abanico de posibilidades
para optar a una salida de esta crisis que permita una mínima posibilidad
emancipatoria para el conjunto de los pueblos europeos.
El
primer argumento es que la solución que se está imponiendo frente a esta crisis
desde las élites dominantes a nivel europeo es, en sí misma, una solución de
ruptura por su parte y a su favor. Las políticas de austeridad constituyen la
expresión palmaria de que esas élites se encuentran en tal posición de fuerza
con respecto al mundo del trabajo que pueden permitirse romper unilateral y
definitivamente el pacto implícito sobre el que se habían creado, crecido y
mantenido los Estados de bienestar europeos. Esas élites saben perfectamente
que una clase trabajadora precarizada, desideologizada, desestructurada y que
ha perdido ampliamente su conciencia de clase es una clase trabajadora
indefensa y sin capacidad de resistencia real para preservar las estructuras de
bienestar que la protegían de las inclemencias de la mercantilización de los
satisfactores de necesidades económicas y sociales básicas. Las concesiones
hechas durante el capitalismo fordista de posguerra están en trance de ser
revertidas porque, además, en la privatización de esas estructuras de bienestar
existe un nicho de negocio capaz de facilitar la recuperación de la caída en la
tasa de ganancia.
El
segundo argumento es que no puede olvidarse, como parece que se hace, la
naturaleza adquirida por el proyecto de integración monetaria europeo desde que
se creó y comenzaron a actuar las dinámicas económicas que el mismo promovía a
su interior. El problema esencial es que la Eurozona es un híbrido que no
avanza en lo federal, con y por todas las consecuencias que ello tendría en
materia de cesión de soberanía, y se mantiene exclusivamente en el terreno de
lo monetario porque esa dimensión, junto a la libertad de movimientos de
capitales y bienes y servicios, basta para configurar un mercado de grandes
dimensiones que permite una mayor escala de reproducción de los capitales, que
elimina los riesgos de devaluaciones monetarias competitivas por parte de los
Estados y que facilita la dominación de unos Estados sobre otros sobre la base
de la aparente neutralidad que se le atribuye a los mercados.
Por
lo tanto, Europa —y, con ella, su expresión de “integración” más avanzada que
es el euro— se ha convertido en un proyecto exclusivamente económico puesto al
servicio de la oligarquías industriales y financieras europeas con el agravante
de que, en el proceso, han cooptado a la clase política, tanto nacional como
supranacional, secuestrando con ello los mecanismos de intervención política
sobre la dinámica económica y restringiendo los márgenes para cualquier tipo de
reforma que no actúe en su beneficio. En consecuencia, este espacio
difícilmente puede ser identificado y defendido por las clases populares
europeas como la Europa de los Ciudadanos a la que en algún momento aspiró la
izquierda.
II
De
hecho, existe una serie de elementos que explican por qué el euro haya sido,
desde la perspectiva de los pueblos europeos, un proyecto fallido desde su
mismo inicio: por un lado, tanto las políticas de ajuste permanente que se
articularon durante el proceso de convergencia previo a la introducción del
euro como las políticas que se han mantenido desde su entrada en vigor han
restringido las tasas de crecimiento económico con el consecuente impacto sobre
la creación de empleo; por otro lado, la ausencia de una estructura fiscal de
redistribución de la renta y la riqueza o de cualquier mecanismo de solidaridad
que realmente responda a ese principio ha dificultado la reducción de los
desequilibrios de las condiciones de bienestar entre los ciudadanos de los
Estados miembros; y, finalmente, también debe resaltarse que las asimetrías
estructurales existentes entre las distintas economías al inicio del proyecto
se han ido agravando durante estos años, reforzando la estructura
centro-periferia al interior de la Eurozona y apuntalando la dimensión
productiva de la crisis actual.
Si
a todo ello se le añade el que las políticas encaminadas a salvar el euro son
políticas dirigidas a preservar los intereses de la élite económica europea en
contra del bienestar de las clases populares, la resultante es que se reafirma
la idea del distanciamiento acelerado de la posibilidad de identificar a la
Eurozona con un proceso de integración que los pueblos europeos puedan
reconocer como propio y construido a la medida de sus aspiraciones.
Puede
concluirse, entonces, que el euro —y entiéndaselo no sólo como una moneda en sí
misma, sino como todo un sistema institucional y una dinámica funcional puesta
al servicio de la reproducción ampliada del capital a escala europea— es la
síntesis más cruda y acabada del capitalismo neoliberal. Un tipo de capitalismo
que se desarrolla en el marco de un mercado único dominado por el imperativo de
la competitividad y en el que, además, se ha producido un vaciado de las
soberanías nacionales —y no digamos de las populares—, en beneficio de una
tecnocracia que actúa políticamente a favor de las élites europeas y en
menoscabo de las condiciones de bienestar de las clases populares. Y si
coincidimos en que para éstas últimas la creación del euro se trata de un
proyecto fallido, la cuestión que inmediatamente se plantea es qué pueden
hacer, al menos las de los países periféricos sobre los que está recayendo con
mayor intensidad el peso del ajuste, frente a un futuro tan poco esperanzador y
en el que las opciones de reforma en un sentido solidario se van bloqueando con
candados cada vez más férreos.
La
respuesta a esta cuestión va a depender de cuál sea la concepción que se tenga
de la crisis actual, de las dinámicas que la mantienen activa y de las
perspectivas de evolución de las relaciones políticas y económicas al interior
de la Eurozona que pudieran revertir la situación actual o, en sentido
contrario, consolidarla.
III
A
mi modo de ver, la crisis presenta en estos momentos dos dimensiones
difícilmente reconciliables y que facilitan la consolidación del status quo
actual.
La
primera dimensión es financiera y se centra en el problema del endeudamiento
generalizado que, en el caso de la mayor parte de los países periféricos, se
inició como un problema de deuda privada y se convirtió en uno de deuda pública
cuando se rescató —y, por tanto, se socializó— la deuda del sistema financiero.
Los niveles que ha alcanzado el endeudamiento, tanto privado como público, son tan
elevados que es imposible que esa deuda pueda reembolsarse completa, y eso es
algo de lo que se debe ser plenamente consciente por sus consecuencias
prácticas. De eso, y del hecho de que, privados de moneda nacional y con unas
tasas de crecimiento de la ratio deuda/PIB muy superiores a las de la tasa de
crecimiento económico, la carga de la deuda se hace insostenible y se convierte
en una bomba de relojería que en algún momento estallará sin remedio.
La
segunda dimensión es real y se concreta en las diferencias de competitividad
entre las economías centrales y las economías periféricas. Esas diferencias se
encuentran, entre otros factores, en el origen de la crisis y el problema de
fondo es que no sólo no están disminuyendo sino que se están ampliando. Es más,
la lectura de la reducción de los desequilibrios externos de las economías
periféricas al interior de la Eurozona como un síntoma de que estamos en
tránsito de superación de la crisis es manifiestamente perversa porque
desconsidera la tremenda repercusión del estancamiento económico sobre las
importaciones.
El
vínculo de conexión entre ambas dimensiones de la crisis lo constituye la
posición dominante alcanzada por los países centrales frente a los periféricos
y, en concreto, la posición alcanzada por Alemania en el conjunto de la
Eurozona, no sólo relevante por su peso económico sino también por su control
político de las dinámicas de reconfiguración de la Eurozona que se están
desarrollando con la excusa de ser soluciones frente a la crisis pero que
actúan, de hecho, reforzando su hegemonía.
Si
a ello se le añaden las peculiaridades de su estructura productiva,
caracterizada por la debilidad crónica de su demanda interna —y, por tanto, por
la existencia recurrente de exceso de ahorro nacional— y la potencia de su
demanda externa —fundamento de sus superávits comerciales continuos—,
comprobaremos cómo lo que parecía un círculo virtuoso de crecimiento para toda
la Eurozona se ha acabado convirtiendo en un yugo sobre las economías
periféricas, principal destino de los flujos financieros a través de los que
Alemania rentabilizaba sus excedentes de ahorro interno y comerciales
reciclándolos en forma de deuda externa que colocaba en dichas economías.
De
esa forma, Alemania ha reconvertido su posición acreedora en una posición de
dominación cuasi hegemónica que le permite imponer las políticas necesarias a
sus intereses. Esto implica, en la práctica, que cualquier solución de
naturaleza cooperativa para resolver la crisis es automáticamente rechazada
mientras que se refuerzan, por el contrario, los planteamientos de naturaleza
competitiva entre economías cuyas desigualdades en términos de competitividad
ya se han demostrado insostenibles en un marco tan disímil y asimétrico como el
de la Eurozona.
Y,
así, resulta tan trágico como desolador asistir a la aquiescencia con la que
los gobiernos de la Eurozona periférica asumen y aplican políticas que están
agravando las diferencias estructurales preexistentes y que, por lo tanto, no
hacen sino acentuar las diferencias en términos productivos y de bienestar
entre el centro y la periferia sin que pueda existir ningún viso de solución a
través de las mismas: los procesos de deflación interna no sólo merman la
capacidad adquisitiva de las clases populares sino que, además, elevan la carga
real de la deuda a nivel interno tanto de la deuda privada (por la vía de la
deflación salarial) como de la deuda pública (por el diferencial entre las
tasas de crecimiento del producto interior bruto y de la deuda pública), con el
agravante añadido de que cualquier apreciación del tipo de cambio del euro se
traduce en una erosión de las ganancias de competitividad espurias conseguidas
por la vía de la deflación salarial. Se trata, por tanto, de un camino hacia el
abismo del subdesarrollo.
Es
por ello por lo que, si no se producen cambios estructurales radicales (que
pasan todos ellos por mecanismos de transferencias fiscales redistributivas),
la Eurozona se consolidará como un espacio asimétrico de acumulación de
capitales en el que las economías periféricas se verán condenadas a
desenvolverse en alguna de las soluciones de equilibrio sin crecimiento
posibles, por utilizar un eufemismo economicista, o, en el peor de los casos,
aquélla acabará saltando parcial o totalmente por los aires.
El
problema es que esas reformas radicales no sólo no aparecen en la agenda
europea, sino que son sistemáticamente vetadas por Alemania. De hecho, creo que
es fácilmente constatable cómo en estos momentos, en el seno de la Eurozona,
existen tensiones entre los intereses de las élites económicas y financieras
europeas y los de las clases populares del conjunto de la Eurozona, más
intensas en el caso de las de los Estados periféricos; entre los intereses de
Alemania y otros Estados del centro y los de los Estados de la periferia; y
entre las propuestas de solución de la crisis impuestas por dichas élites y
Estados y la lógica económica más elemental, la que queda expresada en las
principales identidades macroeconómicas que recogen las interrelaciones entre los
balances de los sectores privado, público y externo de las economías de la
Eurozona. Todas esas tensiones, debidamente gestionadas por quienes detentan el
poder en los diferentes ámbitos de expresión del mismo, son funcionales a la
consolidación de una Eurozona asimétrica, en el sentido ya señalado, y dominada
por Alemania.
IV
Pero,
además, esas tensiones ciegan la posibilidad de una salida a la crisis para las
clases populares que no sea de ruptura, tal y como se apuntó al inicio de este
texto. El problema se presenta cuando quienes únicamente están planteando esa
posibilidad de ruptura unilateral, de salida del euro, son los partidos
nacionalistas de extrema derecha, apropiándose de un sentimiento de
insatisfacción popular creciente contra el euro, frente a una izquierda que
sigue invocando la opción por unas reformas que confrontan directamente con los
intereses de quienes han puesto a su servicio las potencialidades de dominación
imperial por la vía económica que facilita el euro. Desde ese punto de vista,
sería oportuno dejar de visualizar al euro meramente como una moneda y pasar a
asimilarlo a un arma de destrucción masiva que está destruyendo no sólo el
bienestar de los pueblos europeos sino, también, el sentimiento europeísta
basado en la fraternidad entre esos pueblos que tanto trabajo costó construir.
El
problema de credibilidad se agrava para la izquierda cuando, para promover las
reformas necesarias, se apela a la activación de un sujeto, la “clase
trabajadora europea”, que actúe como vanguardia en la transformación de la
naturaleza de la Eurozona. Y es que la situación de la clase trabajadora en
Europa nunca se ha encontrado más deteriorada en lo que a conciencia e
identidad de clase se refiere, sin que ello merme un ápice el hecho
incontestable de que la relación salarial sigue siendo la piedra de toque
esencial del sistema capitalista. Como escribía recientemente Ulhrich Beck,
vivimos la tragedia de estar en momentos revolucionarios sin revolución y sin
sujeto revolucionario. Ahí es nada.
En
todo caso, el horizonte se clarificaría si la izquierda fuera capaz de dar una
respuesta creíble a una cuestión que se niega a considerar y que, sin embargo,
puede manifestarse más pronto que tarde en el escenario europeo y,
concretamente, en Grecia: ¿qué podría hacer un gobierno de izquierdas que
alcanzara el poder en un único país de la periferia? ¿Debería esperar a que
estuvieran dadas las condiciones objetivas en el resto de la Eurozona para
proceder a su reforma, siendo conscientes de que eso exige el voto unánime de
27 Estados, o debería aprovechar la ventana de oportunidad que la historia le
ha permitido abrir y promover la salida de ese Estado del euro?
Evidentemente,
la respuesta no es fácil pero tampoco cabe hacerse trampas al solitario. Para
ello es necesario reconocer de partida que, en el marco del euro, no hay margen
alguno para políticas realmente transformadoras que actúen en beneficio de las
clases populares. Es más, me atrevería a afirmar que en ese marco no hay margen
alguno para la política porque ésta ha sido secuestrada por el tipo de
institucionalidad desarrollada para dar carta de naturaleza a una moneda que
carece detrás de cualquier tipo de proyecto de construcción de una comunidad
política integradora de los pueblos de Europa. Resulta, pues, un contrasentido
reclamar procesos constituyentes cuando la condición de posibilidad previa para
que ese proceso pueda realizarse con plenitud es la ruptura con el marco
institucional, político, económico y legal que impone el euro. Una comunidad sólo
puede refundarse a través de un proceso constituyente si lo hace sin
restricciones de partida previas, impuestas desde fuera y que actúan, para más
inri, en detrimento de los intereses de las mismas clases populares que
reclaman ese proceso constituyente.
O,
por decirlo en otros términos, la ruptura con el euro no es condición
suficiente pero sí necesaria para cualquier proyecto de transformación
social emancipatorio al que pueda aspirar la izquierda. Por lo tanto,
reivindicar la revolución en abstracto y, simultáneamente, tratar de preservar
la moneda europea y las instituciones y políticas que le son consustanciales en
esta Europa del Capital hasta que se den las condiciones europeas para su
reforma, constituye una contradicción en los términos que resta credibilidad
ante unas clases populares que parecen haber identificado al enemigo con mayor
claridad que los dirigentes de la izquierda.
Es
por ello que hasta que esa contradicción no sea asumida y superada y los
discursos políticos y económicos sean ambos de ruptura y corran en paralelo;
hasta que la salida del euro sea percibida no sólo como un problema, sino
también como parte de la solución a la situación dependiente de las economías
periféricas al abrir el horizonte de posibilidades para recomponerse como
economías y buscar su senda de desarrollo en la producción y provisión de
bienestar de una forma más autocentrada y menos dependiente de su inserción en
la economía mundial; hasta que deje de atenazarnos el miedo a romper las
cadenas del euro por carecer de certezas absolutas sobre cómo podría ser la
vida fuera del mismo, de la misma forma que atenazaba a quienes se negaban a
romper con el patrón oro tras la Gran Depresión de los años treinta del siglo
pasado; hasta que todo eso no ocurra sólo me queda pronosticar, con pesar, un
largo periodo de sufrimiento social y económico para los pueblos y trabajadores
de la periferia europea.
[Alberto
Montero Soler es profesor de Economía Aplicada de la Universidad de Málaga]
26/12/2013
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